De “squatter londinense” a rey de su último vals: el adiós de Sabina

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De joven lo llamaban “squatter de Camden”: en una casa okupada frente a un circo londinense, guitarra en mano, vivía el exiliado —con pasaporte falso— que lavaba platos, cantaba en bares y soñaba sin saber aún qué soñaba. Esa etapa temprana de Joaquín Sabina, entre 1970 y 1976, fue su fragua: reescribió su destino lejos de España, gestó sus primeros versos, afinó su voz en locales humildes, conciertos de inmigrantes y cafés de exiliados, y se formó como trovador indómito.

Fue allí donde nació la semilla de su poética: leyó poesía, escuchó la calle y la melancolía, convivió con emigrantes y exiliados, compartió tableros con otros músicos que luchaban por hacerse oír en noches interminables. Y aunque años después su nombre llenaría estadios, nunca dejó atrás ese origen áspero y honesto que acabaría marcando su forma de escribir y cantar.

Y ese viaje, de Londres a su tierra adoptiva, terminó anoche: el 30 de noviembre de 2025, a las 20:39 horas, Sabina pisó por última vez el escenario del conocido «palacio de los deportes», para cerrarlo todo.

La noche del adiós: un baño de nostalgia

Cuando entramos al recinto, la luz no era solo eso: era anuncio, preludio, funeral sin luto. En el escenario del Movistar Arena, se apagaron las últimas luces de lo que ha sido una carrera legendaria. La gira ‘Hola y Adiós Tour’, que abarcó 71 conciertos alrededor del mundo con más de 700.000 entradas vendidas, llegaba a su fin.

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Con su bombín ya puesto y su voz algo quebrada por los años —pero con la mirada intacta—, Sabina subió al escenario. Abrió con Yo me bajo en Atocha, que sabe a casa, y el público gritó cada verso como si fuera suyo. Sabina no cantaba solo para él: cantaba para todos los que alguna vez fueron perdedores, trotadores de bares, soñadores.

Durante más de dos horas recorrió su mapa íntimo: 23 canciones, viajando por décadas, por heridas, por risas rotas y besos perdidos. Entre las elegidas, Calle Melancolía —una de las primeras que escribió, arrancada del baúl de canciones oxidadas— resonó con una densidad especial, una nostalgia antigua que se convirtió en uno de los momentos más emocionantes de la noche, con gran parte del público cantando entre lágrimas.

“Este concierto en Madrid es el último de mi vida y por tanto el más importante.”

Cuando Sabina cerraba los ojos, todos contenían el aliento. En su voz había cansancio, vida, pero también dignidad de quien decide bajarse del escenario sabiendo que lo ha dado todo. Sus músicos, cercanos, con la emoción incrustada en las cuerdas, también dejaron caer algunas lágrimas.

Emoción compartida: Sabina y su gente

Sabina no hizo discursos grandilocuentes: su emoción fue lánguida, íntima, sincera. Con voz rota dijo: “Este concierto en Madrid es el último de mi vida y por tanto el más importante.” No necesitaba más. Esa frase, sencilla, arrancó un nudo que se llevó el silencio.

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Salimos removidos, conscientes de que habíamos visto un cierre irrepetible. Emocionados y en silencio, pero con la sensación de haber presenciado un adiós auténtico. Fuimos testigos de un final digno, de una despedida con alma, con verdad, sin fuegos artificiales ni sobreactuaciones, solo himnos, humo, sudor, memoria.

Medio siglo de canciones, de exilio, de tabernas, de honestidad

Pensar en Sabina sin su exilio, sin su paso por Londres, sin aquella guitarra sucia y aquellas noches de frío y taberna, sería amputar su alma. Esa etapa de supervivencia, de clandestinidad, de barullo y versos improvisados, le dio algo que ningún escenario grande ofrece: una identidad. De ahí nacieron sus canciones más crudas, las que luego se convirtieron en clásicos

Que Sabina acabara aquí no es casualidad. Que las luces se apaguen en Madrid —la ciudad que lo abrazó, que lo vio crecer, que le dio nombres a sus canciones— es homenaje.  Anoche, ese trovador nocturno, ese wanderer de cuerdas gastadas, bajó su guitarra, se quitó el bombín, respiró hondo… y dejó un legado que seguirá vivo mucho después de este último concierto.

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Quedan sus discos, sus letras para las mañanas de resaca, para los recovecos de la nostalgia, para las historias que no se cuentan. Quedan conciertos futuros quizá, pero no gigantes: el escenario grande ya lo habita su historia. Quedan recuerdos; este adiós no borra su voz, la deja resonando.

Pero duele. Cuesta asumir que no volveremos a escuchar esas canciones en vivo. Y sin embargo, esto no es un final triste. Es un cierre real. Un adiós sobrio y sincero. Un cierre a la altura de su historia.


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